Supongo que Twilght y otros de la misma formación sabrán el porqué del 'autor'.

Bueno, el máximo de caracteres es de 60.000 y tiene 69.000 jejeje... lo parto en dos.
BALDUS (Capítulo I)
Autor: Baldus de Ubaldis
La llegada
La cara de la azafata, reflejada en el espejo, estaba completamente desencajada. Jadeó una vez más mientras abría desmesuradamente los ojos. Una fina capa de sudor perlaba su labio superior y su respiración demostraba que estaba a punto de correrse de nuevo. Su falda, por encima de la cintura, mostraba unas redondeadas caderas y unas nalgas respingonas que yo aprisionaba con deleite mientras me ayudaba para impulsarme más dentro de ella. Estaba de espaldas a mí en un servicio del avión y ya había perdido la cuenta de las veces que se había corrido.
- AAAAHHHH, MMMMHHHHH, así, más, más...
No le había quitado el sujetador blanco de encaje, pero sus tirantes caían por sus brazos, y sus pechos se bamboleaban a cada embestida. Siempre me han gustado las mujeres en ropa interior, sobre todo si es excitante, y no me refiero a esos conjuntos más propios de putillas de barrio, sino a los conjuntos caros y 'decentes', pero que hacen que una mujer quede mucho mejor que desnuda.
Pegó un gruñido de decepción cuando me retiré, ya que estaba a punto de correrse otra vez, pero lo cambió por otro de sorpresa y alarma al notar un contacto caliente en su trasero.
- ¿Qué haces? NNNo, por ahí no... no quiero, por favor... AAAHHHH -susurró.
Poco a poco, mientras ella se mordía el labio inferior para ahogar un grito, me fui abriendo camino entre sus nalgas. Ella boqueó sin respiración cuando llegué al fondo y aún más cuando me retiré un poco y volví a metérsela de golpe.
- AAAY, me haces daño. Para, para... -dijo, pero sus caderas se movían más y más, desmintiendo sus palabras.
Seguimos así hasta que, con un berrido ahogado, se apoyó contra el lavabo sacudiéndose convulsivamente. La verdad es que yo tampoco podía aguantar mucho más; demasiada abstinencia hacía que no pudiese aguantar demasiado, y sin más preámbulos me corrí dentro de su culo.
Cuando salí, ella se quedó estática, sin moverse. Mientras yo me limpiaba, fue poco a poco volviendo a la realidad. Su pelo rubio estaba desordenado, sus pechos por encima de las copas de sus sostenes se apoyaban en el lavabo, mientras que su chaqueta, su camisa y el lazo estaban en el suelo, con sus bragas. La falda arrebujada sobre sus caderas, sus medias bajadas y sus nalgas rojas por el rozamiento y mojadas por el sudor y los orgasmos.
Se dio la vuelta, con la mirada todavía errática, y se arrodilló ante mí introduciéndose de golpe mi pene en su boca, chupando como si en ello le fuera la vida. Enseguida logró que me pusiese otra vez en forma. Sentado como estaba en el retrete, se acaballó encima abriendo las piernas y abrazándome con ellas. Evidentemente quería acabar rápido, así que se introdujo ella misma mi pene mientras empezaba a moverse con un ritmo propio de una samba brasileña.
En unos cinco minutos acabamos. Esta vez fue rápido y directo, sin preámbulos ni florituras. Me corrí dentro de ella, mientras se dilataban las aletas de su nariz y repetía sin parar 'Mía, mía, mía...'. La verdad, no entendí mucho, pero tampoco importaba, ¿verdad?
Los dos nos aseamos un poco. Ya eran las cuatro de la madrugada, y pronto saldría el sol -nunca me gustó mucho el sol, cosa lógica por otra parte- pero debía regresar a mi asiento. Todo el pasaje dormía y la azafata cambiaría el turno en cinco minutos. Me dio una tarjeta con su dirección y su móvil para que la llamase en Madrid, y le contesté educadamente que desde luego...
Mi compañera de asiento, una agradable viejecita, dormía plácidamente cuando yo llegué. Para ella yo era un apuesto y educado joven aunque algo pálido para los tiempos que corren, según me había dicho. Además me había sugerido hacer deporte al aire libre para que me diese el sol. Sonreí.
Afortunadamente llovía al llegar a Madrid. Mientras esperaba a pasar por la aduana, repasé mentalmente las circunstancias que me habían hecho regresar allí.
Marcos había sido mi mejor amigo dieciocho años atrás. Estaba profundamente enamorado de Claudia y si no me hubiese pillado en una etapa de mi vida marcadamente heterosexual, probablemente hubiese sentido celos de ella. Era delicado, un artista, y con tan solo veintidós años había revolucionado el mundillo del arte por su gran talento, aunque yo no compartiese sus 'transgresiones del método'.
Claudia contaba solo dieciocho años y era una auténtica belleza. Alta, delgada, no era exuberante, pero tenía esa belleza que hace que los años no solo te perdonen, sino que sean tus aliados. Aunque distante, tenía un aura que hacía que todos los hombres se fijasen en ella, cosa que le valió para lograr un palmito como modelo, para alborozo de Marcos -y preocupación mía pues abortó rápidamente algunos intentos de coquetear conmigo, lo que me hacía pensar que no era todo lo legal que parecía con Marcos-.
Aunque mi aspecto es bastante neutro en cuanto a la edad, -aparentaba unos veintitantos o treinta-, ya llevaba demasiado tiempo para mi seguridad en Madrid y tuve que despedirme de Marcos y de Claudia, aunque prometiéndole que nos seguiríamos escribiendo, ya que no sabía si podría disponer de teléfono allí donde iba. Me había inventado una excusa de hacerme cargo de unas propiedades de mi abuelo en la Tierra del Fuego.
No tardaron mucho en llegarme noticias desoladoras. Claudia cada vez alternaba más con la alta sociedad, mientras Marcos empezaba una cuesta abajo con drogas y alcohol para olvidar sus desplantes. Pero lo peor vino cuando Claudia le dijo sin previo aviso -por teléfono, ni siquiera se presentó- que se iba a casar con Juan Almonte, millonario, hombre de negocios y de buena familia. Incluso tenía un título auténtico aunque de no mucho relumbrón. Marcos no lo resistió y, tras mandarme una carta desesperada, se suicidó arrojándose desde el piso cuarenta y cinco del edificio Torre de Miró de Juan Almonte, donde Claudia daba su fiesta de compromiso ante lo mejor de Madrid. Claudia se rió allí de su vano intento de recuperarla, despreciándole en público, y fue demasiado para el pobre Marcos. Ahora iba a pagar por aquello.
¿Hay algo que no encaja, verdad? Si hace dieciocho años ya aparentaba veintitantos, y para la viejecita también era un apuesto joven... Bueno, es que no lo he dicho antes, pero... soy un vampiro.
En primer lugar olvidaos de todas esas historias raras de vampiros. Aunque a veces es una lata serlo, no puedo hacer 'casi nada' de lo que dicen esas leyendas. No puedo contradecir para nada las leyes de la naturaleza. Mido uno ochenta y cuatro, y peso setenta y cinco kilos, algo delgado pero es normal en mi especie. Y evidentemente no puedo volar ni convertirme en lobo, murciélago ni nada parecido. En cuanto a la edad, es simple. Nuestros genes no tienen ese recordatorio que tienen los de los humanos para empezar a degradar sus células, por eso también somos inmunes a casi todo en materia de enfermedades, y a cualquier clase de herida (cualquiera) que deje intacta nuestra médula espinal y su conexión al cerebro (así que olvidaos de la estaca...).
En estos dieciocho años estuve ejerciendo de 'juez' entre los de mi raza en París. Es una especie de servicio obligatorio para todos nosotros en una etapa de nuestra vida, para lo cual prácticamente no pude tener contacto con humanos, solo entre los de mi sangre. Dirimía las disputas familiares, controlaba que no se desmandasen los más jóvenes sobre todo al tomar sangre de los humanos, -desde el siglo pasado está rigurosamente prohibido matar humanos, pues conduce a persecuciones contra nosotros - y estudiaba nuestras costumbres ancestrales.
Ya era mi turno en la aduana, el agente examinó rutinariamente mi pasaporte: Paul Chatreau-Sauternes ciudadano francés, edad: 27, profesión: médico.
- ¿Motivo de su visita?
- Trabajo -indiqué.
Pasó lentamente las hojas comprobando que venía de Nueva York, aunque con suspicacia por mis gafas de sol en un día de lluvia tremendo para el agosto madrileño. Mi jersey de cuello subido y mis guantes de piel no contribuían a tranquilizarlo.
- ¿Algo que declarar?
- No, nada.
- ¿Puede abrir las maletas por favor?
- Naturalmente -dije con un suspiro.
Abrí mis maletas donde además de la escasa ropa, ya que conservaba mi casa y mi piso en Madrid junto con mi guardarropa, transportaba 7 bolsas de plástico con etiqueta de sangre artificial liofilizada destinada a la investigación.
Ante su alarma, y la certeza de ser ciertas sus sospechas no me quedó más remedio que influenciarlo fuertemente. Evidentemente me tomaba por un camello de tres al cuarto.
<solo son productos de laboratorio, para investigación, nada importante>
- Sí, nada importante –balbuceó dubitativo- Puede pasar... ¿Siguiente? -dijo con más energía.
Esto sí puedo hacerlo. Puedo sugestionar a los humanos hasta el punto de obligarles a hacer lo que yo quiero, pero sólo si estoy cerca. Si no, sólo puedo poner esa idea en su mente, y si no se oponen entonces me salgo con la mía, pero si tienen en mente hacer otra cosa apenas puedo obligarles estando a unas ocho o diez metros como máximo. También puedo hacerles olvidar algunas cosillas, en fin, casi trucos de circo.
Un taxi me llevó hasta mi antigua casa, un caserón en las afueras de Madrid que unos ancianos habían cuidado desde mi marcha. Me instalé con mis recuerdos, me alimenté y me preparé para mis próximos movimientos.
Claudia
La casa de Claudia era enorme. La llamaban la casa de las magnolias, ya que en su extenso jardín había varios de estos magnolios bastante antiguos. Era de la época del Madrid de los Austrias, y era la casa familiar de Juan Almonte, su marido.
Alquilé un apartamento enfrente y anoté cuidadosamente las entradas y salidas de la gente en la casa. El servicio descansaba los jueves. Juan prácticamente no comía nunca en casa, y frecuentemente estaba de viajes de negocios. Había una cocinera, un chófer-mayordomo y dos jardineros que también hacían las veces de operarios de la finca. También había una criada.
Tenían una hija, Sofía, de dieciséis o diecisiete años -no habían esperado mucho, la verdad, desde que abandonó a Marcos- que estudiaba COU en las Ursulinas, aunque estaba de vacaciones.
Claudia había cambiado, aunque para mejor. Tenía el pelo más claro y sus treinta y seis años la habían convertido en una de las reinas de la Jet. Todos los días iba al gimnasio por la mañana, de compras al salir, y regresaba a casa sobre las dos y media. Seguía delgada, pero años de modelado en el gimnasio la hacían tener una carne firme como una roca. Decidí abordarla al salir del gimnasio.
Al día siguiente, entré en el exclusivo gimnasio para preguntar cómo hacerme socio a la vez que ella salía. Su hija iba con ella. De repente, Claudia casi choca conmigo al doblar uno de los pasillos de la entrada. Respingó evidentemente recordando otros tiempos, pero rápidamente la confundí al exclamar con mi mejor acento parisino:
- Oh, excusez moi, mademoiselles, lo siento -dije alargando esas 'o's finales con la boquita de piñón que ponen los parisinos de la Citè.
Su razón se impuso. Evidentemente no podía ser yo. Debería ser mucho mayor, pero el parecido la turbaba. Quien no parecía nada turbada era Sofía. Enfundada en unas mallas grises y un body rosa de gimnasia no me quitaba ojo. Realmente era digna hija de su madre. El pelo rubio oscuro, liso, recogido en una cola de caballo, la cara excitada por el ejercicio y la proximidad de alguien desconocido y apetecible, sus senos todavía no eran gran cosa, pero se adivinaban firmes como rocas dentro de su brevedad, y su culo hacía adivinar un 'bocata di cardinale' como diría algún amigo mío. Parecía anonadada, generalmente causamos un efecto perturbador en los humanos, puede que a favor y puede que en contra, pero desde luego nunca indiferente. En esta ocasión era claramente a favor...
Se perdieron por la puerta de los vestuarios de mujeres, y yo, mientras, cumplimentaba los trámites para hacerme socio de un club que no pensaba visitar jamás, especialmente el solarium...
La verdad es que el sol es un coñazo. Entendedme, no es que no me guste, pero tenemos una facilidad increíble para quemarnos a nada que nos toque, así que usamos una crema protectora de tres cifras, lentillas y gafas de sol, amén de procurar cubrirnos lo más posible, incluso en días nublados. La noche es diferente, claro. Nuestra visión es magnífica, distinguimos unos colores del espectro que los humanos no pueden ni imaginar. En fin, no esperéis encontrarme tomando el sol. Además nuestros poderes están mucho más acentuados por la noche.
Sabía dónde iban a ir después, a la tienda de lencería más cara de Madrid, así que me dirigí hacia allí. Esperé a que entrase una clienta, y me colé detrás, lanzando una esfera de influencia alrededor mío, acercándome a los probadores. Para todo el mundo, la esquina donde yo estaba <no era importante>, así que no se podían percatar de mi presencia.
No tardaron en llegar Claudia y su hija. No miraron hacia mí por supuesto y se pusieron a curiosear entre encajes y trajes de baño. Claudia eligió tres conjuntos de ropa interior de encaje, dos blancos y uno negro con liguero, y un traje de baño azul claro. Sofía dos bikinis y ropa interior más juvenil, pero igual de elegante, un conjunto gris de algodón y otro amarillo.
Pasaron al probador juntas, lo que aproveché para subirme en unas cajas apiladas al lado y mirar por arriba. Allí apostado era un blanco claro, <pero ellas no tenían ganas de mirar donde yo estaba>.
Las tetas de Claudia eran soberbias, en su punto justo. Los rosados pezones levemente respingones, sin marcas del bikini, y conociendo la frialdad de Claudia, era seguro que el moreno era de lámpara, pues no osaría jamás ponerse al sol donde alguien la pudiese ver.
Sin embargo, Sofía sí tenia marcas del bikini -aunque no tapaban gran cosa- pero era claro que jamás había tocado el sol aquellas partes de las piel de la chica. Sus tetitas eran firmes, una especie de 'tetas de novicia', elevadas, sorprendentes. Parecían más pequeñas con ropa. En realidad no estaban nada mal. Mi mente trabajaba rápidamente en ver cómo podría hacer más daño a Claudia, y la chica me estaba haciendo variar de planes.
- Mamá, ¿conocías a aquel chico del gimnasio? -preguntó Sofía.
- No hija, simplemente me recordó a alguien que conocí hace mucho tiempo. Tú ni siquiera habías nacido, pero era de aquí. Además la persona que yo conocí debe tener ahora edad suficiente para ser el padre de ese chico.
- Mmmmhhh.
Sofía se cambió rápidamente y se fue con sus amigas mientras su madre continuaba probándose ropa. Yo bajé y me metí dentro del probador mientras Claudia seguía ensimismada, pensando probablemente en nuestro encuentro. Mis ojos recorrieron su cuerpo mientras le <indicaba> que se sentase en el sillón del probador y se quitase de nuevo el pantalón y la camiseta. <Mi imagen se coló en su mente>.
Sus manos recorrían su cuerpo sin que ella se diese cuenta. Siempre había sido fría y con muy poco o nulo ardor sexual, de eso se quejaba Marcos, y había antepuesto el dinero y la posición al sexo y el amor. Nunca había tenido aventuras, no iba a tirar por la borda un matrimonio millonario por líos con guaperas, pero ahora se estaba acariciando, incluso por debajo del sujetador y de las braguitas. Lentamente, me introduje en su mente, insinuando que metiese su dedo en su vagina y se acariciase suavemente el clítoris.
Su dedo empezó a entrar y salir con rápida cadencia mientras sus caderas subían y bajaban a cada movimiento de la mano. Mientras, su otra mano sacaba sus tetas del sujetador acariciando y poniendo duro su pezón, que se elevó al momento.
Al cabo de unos minutos le dejé libre la mente y, con un susto, se miró en el espejo, despatarrada sobre el sillón, con las bragas en las rodillas y las tetas por fuera del sujetador mientras su mano introducía frenéticamente los dedos en su coño. Evidentemente, se recompuso al momento y recobró rápidamente su compostura, aunque claramente alterada. Su respiración entrecortada era más producto de la vergüenza que de la excitación sexual, pero eso lo iba a cambiar yo enseguida.
La amiga de Claudia
Anette era francesa, amiga de Claudia. Sus maridos tenían negocios juntos y frecuentemente salían a cenar. Así que Claudia se dirigió hacia allí, mientras yo la seguía de cerca.
Al entrar en el ascensor me acerqué a ella por detrás. Mientras abría la puerta, la cogí por el cuello con una mano mientras le tapaba la boca, sin que se pudiese girar para verme. Marqué el piso de la azotea mientras con la otra mano la magreaba por todo el cuerpo y le iba quitando la ropa hasta que quedó en ropa interior. Claudia intentaba pegarme patadas pero al tenerla inclinada hacia atrás y no permitir que se girase, era difícil que me acertase.
Rasgué sus bragas para conseguir aumentar aún más el efecto de terror que quería implantar en ella, y de dos patadas abrí sus piernas inclinándola de repente hacia adelante. Claudia, aterrorizada no podía reaccionar, veía que iba a ser víctima de una salvaje violación. Mi pene se acercó a su trasero, lo que la dejó estupefacta e inmóvil hasta que comprendió lo que iba a venir a continuación y empezó a retorcerse más aún en el colmo de la desesperación.
Cuando el ascensor llegó a la azotea, empujé la puerta con el cuerpo de Claudia. De dos patadas tiré fuera sus ropas y la empujé a ella también fuera, no sin antes tirarle del sujetador para quedarme con él en la mano. Claudia aterrizó en el suelo justo cuando se cerraba la puerta y yo pulsaba la planta baja. No supo quién era. No había sido violada, pero sí humillada profundamente y además despreciada, cosa que no entendía, ya que en la azotea podía haber sido violada sin poder hacer nada por impedirlo..
Claudia se vistió, confundida, metió las bragas rotas en el bolso y, sin bragas ni sujetador, se dirigió a casa de Anette. Rápidamente pensó cómo debía actuar. Decidió no comentar nada a nadie. No iba a dejar que este episodio le trajese problemas en su matrimonio, a fin de cuentas solo había perdido un caro conjunto de lencería.
Claudia va al cine
Necesité dedicarme a mí una semana para lograr poner todos mis asuntos en orden, y también para dejarlos listos para otra ausencia. A fin de cuentas todavía no sabía cómo acabar de enfocar el asunto de Claudia. Además, necesitaba alimentarme sin llamar mucho la atención y a ser posible sin reducir mis reservas de sangre.
Al cabo de esta semana volví a observar a Claudia que aparentemente seguía con su vida normal, aunque usaba mucho más a menudo gafas de sol y daba largos paseos sola. Sin duda algo se movía en su interior. Tal vez empezase a tener algún sentimiento que no fuese un frío análisis de posibilidades para el éxito.
En uno de esos paseos, en que pasó suficientemente cerca de mí sin poder observarme, le <insinué> que tenía ganas de ir al cine, e inmediatamente dirigió sus pasos a la sesión de la tarde de Titanic (desafortunadamente no le había indicado qué película ver. Qué le vamos a hacer, no soy perfecto). Entré algo retrasado, apenas había público a esa hora y Claudia había elegido una de las butacas traseras (en eso sí fui previsor). Me senté a su lado notando su sentimiento de desagrado ante un intruso que invadía su espacio personal habiendo tanto sitio en el cine. No me podía ver, pues la película ya había empezado, y además también <empujé> para que no girase en ningún momento la cabeza.
Claudia llevaba un vestido de verano fresco, evidentemente de Armani, sin apenas mangas, y algo recatado, por debajo de las rodillas, muy ligero, con botones por delante.
De repente puse una mano sobre su rodilla, por encima del vestido. Noté el sobresalto de Claudia y el grito mental que dio ante mi <persuasión> para que ni gritase ni se moviese. Dejé mi mano descansar sobre su pierna durante un tiempo, justo el necesario para sentir cómo, a pesar del aire acondicionado, empezaba a sentir el calor que emanaba de ella.
Entonces empecé a mover lentamente la mano hacia arriba, manteniendo la presión, lo que hacía que a la vez que mi mano, también subiese su vestido. Luego hacia abajo, y otra vez hacia arriba. Al cabo de un rato, su vestido dejaba entrever sus bragas blancas de encaje. La cara de Claudia estaba roja como un tomate, y aún más cuando mi mano empezó a separar sus piernas para realizar caricias aún más atrevidas. Las aletas de su nariz se dilataron, mientras sus labios temblaban ligeramente. De repente, dejé las piernas y empecé a acariciar sus senos igualmente por encima del vestido. Notaba el relieve del encaje y cómo sus pezones se ponían duros y erguidos.
Desabroché lentamente dos botones, justo para llegar a la parte baja del sujetador que abrochaba por delante. Le <indiqué> que lo desabrochase, lo que realizó con un gemido apenas audible. Luego, cogí su mano y la puse sobre mi pantalón, <indicándole> lo que debería hacer.
Claudia desabrochó igualmente mi pantalón y bajó la cremallera, metiendo la mano por entre mis boxer, desabrochando el botón y liberando mi pene que empezaba a estar bastante duro. Noté con sorpresa que Claudia no sabía cómo seguir en realidad, pues nunca se la había mamado a nadie. Siempre se había negado tanto a Marcos como a su marido, consideraba que iba contra la moral y las buenas costumbres.
La cogí por la nuca haciéndole bajar la cabeza hacia mi entrepierna, notando su resistencia y envaramiento, que vencí presionándole más con la mano. Una vez allí le <mandé>, pues una insinuación ya no era bastante, que abriese la boca, e introdujese el pene en ella, cosa que hizo inmediatamente. Su lengua recorrió todo mi pene de arriba a abajo. Mientras su mano acariciaba mis testículos, su boca succionaba sin experiencia, pero poco a poco le fui mandando imágenes de cómo debía actuar.
Se empezó a recrear con el glande, poniendo pucheritos con la boca, dejándolo descansar sobre su lengua, y apretando el resto del pene con la mano, meneándolo arriba y abajo, untando con saliva toda la longitud del mismo; no tuve que seguir enviando órdenes, pues ya tenía toda la información necesaria y quería que sintiese lo que estaba haciendo.
Mi mano se entretenía acariciando sus pechos, firmes y duros por el gimnasio a pesar de haber tenido una hija, mientras con la otra mano empezaba a bajarle lentamente las bragas desde las caderas y el culo hasta dejárselas a medio muslo.
En todo momento evitaba mirarme, lo que hacía que sintiese que se lo estaba haciendo a un perfecto desconocido. Su mente era un torbellino de sentimientos contradictorios, por una parte su voluntad la mandaba dejarlo inmediatamente, y por otra, notaba que no podía marcharse por mucho que lo intentase.
Mi mano empezó a acariciarle el vientre por debajo del vestido, notando sus estremecimientos, mientras bajaba lentamente hacia sus partes más íntimas; de hecho dio un salto cuando acaricié suavemente su clítoris. Era increíble, todavía no se había empezado a mojar (debo decir que sentí algo de frustración, pues soy bastante vanidoso), así que masajeé lentamente el clítoris y sus labios exteriores hasta que noté tras bastante tiempo que se empezaba a lubricar. Entonces la retiré de mi pene haciendo que se levantase y subiese el vestido hasta la cintura.
Claudia levantada, con el vestido arrebujado en la cintura y con las bragas en las rodillas era un espectáculo que me puso a cien. La senté de espaldas a mí con las piernas abiertas, sobre mi pene que, despacio, con mucha lentitud, mientras Claudia contenía la respiración. fue entrando lentamente. Cuando quedó completamente ensartada, exhaló el aire de golpe, y siguió con pequeños gemidos casi inaudibles aún en el silencio de la sala.
- Mmmhhh, mmmhhh, ahhhh, aaaayyy.
Mis manos cogieron sus caderas moviéndola hacia delante y atrás, primero muy despacio y después rápidamente, hasta que ella sola siguió con el ritmo. Mis manos subieron por debajo de su vestido hasta sus pechos, libres del sujetador, acariciándolos y notando la dureza extrema de sus pezones.
Su culo se movía cada vez más rápido, lo que me indicaba que estaba a punto de correrse, así que me corrí yo antes, notando cómo inundaba su vagina con el calor del semen. Antes de que ella se pudiese correr, la levanté en peso ante su desconcierto, trasladándola a la otra butaca. Me arreglé rápidamente y me levanté, observando a Claudia que seguía con los ojos (enormemente abiertos eso sí) fijos en la pantalla, aunque sin ver la película en realidad.
Tenía el vestido en la cintura, sujeto solo por un botón, las piernas todo lo abiertas que le permitían las bragas ya casi en los tobillos, los hombros al descubierto, con los tirantes del sostén a medio brazo, los pechos totalmente a la vista, perfectos, coronados por unos preciosos pezones oscuros. La cara brillaba por el sudor a pesar del aire acondicionado, tenía un color que sobrepasaba el rojo. Sus piernas y sus caderas se movían con espasmos, era evidente que a pesar de no haber llegado al orgasmo algo se removía dentro de ella. Estaba increíble. La verdad es que no me extraña que Marcos perdiese la cabeza por una belleza semejante.
Salí del cine dejando allí a Claudia y pensando en mi próximo movimiento.
La Nada Santa Trinidad
Tres días después, una breve reseña en el periódico daba cuenta de una cena del foro Velázquez en el parador Nacional XXX.
Dicho foro era en realidad un grupo de tres hombres de negocios, Sergio Banciella de León, Juan Almonte Solares y Manuel Valdehermoso y Ruiz de Escalante, que se reunían para repartirse colusoriamente gran parte de los negocios del país. Se denominaban a sí mismos "La Nada Santa Trinidad", en alusión a tres célebres espías de la Universidad de Cambridge en los años sesenta, y en una velada alusión a la trilateral.
En esa cena, se iban a reunir los tres miembros más sus respectivos hombres de confianza, junto con sus mujeres, un total de doce personas. Habían reservado todo un Parador Nacional en las cercanías de Madrid, en Segovia, para el fin de semana, cuatro camareros y dos doncellas solo para ellos, nadie más para que no fuesen molestados, varias líneas de datos y conexión permanente con sus oficinas en Madrid.
Empecé a pensar cómo podría aprovechar la ocasión para mis planes. Enseguida lo tuve claro. A esta fiesta no podía faltar yo.
Llegué a Segovia cuatro horas antes que ellos. Me acerqué al director <convenciéndole> de que me había contratado expresamente para la ocasión, pero sin asignarme tarea concreta, solo como refuerzo por si era necesario, con lo que podría campar a mis anchas por el Parador sin preocuparme de tapar mi presencia, concentrándome solo en Claudia y sus acompañantes. El Director me presentó a los demás trabajadores, Carlos, Enrique, Borja y Manuel eran los cuatro camareros, Azucena y Sonia las dos doncellas para atender a las señoras mientras sus maridos se repartían el país. Carlos y Borja tenían ya unos cincuenta años, mientras que Manuel y Enrique eran aún jóvenes, salidos de la escuela de turismo, lo mismo que Azucena y Sonia, que la verdad tenían un precioso cuerpo. Más parecían azafatas que doncellas.
Comprobé que al lado del salón donde se celebraría la cena había un cuarto pequeño de servicio que no iba a estar en uso, además no tenía ventanas y sí una puerta al salón, así que instalé allí mi cuartel general.
Cuando llegaron al Parador, los comensales subieron a instalarse en las habitaciones, unas tres horas antes de cenar. Sergio Banciella y su mujer tenían aproximadamente la misma edad, unos cuarenta y cinco años. En realidad la millonaria era Sara, la mujer. Sergio se había hecho cargo de sus negocios, ya que ella prefería la buena vida, y lo cierto es que lo había hecho con extremado celo, pues había multiplicado por mucho el patrimonio de su mujer. En cuanto a Sara, conservaba gran parte de la belleza, algo angulosa eso sí, de su juventud. Era delgada, y algo bajita. Vestía un vestido negro de fiesta por la rodilla, con abundantes joyas, sobre todo perlas, de las que era una fanática.
Manuel Valdehermoso tenía unos sesenta años, era el mayor del grupo, mientras que su mujer Maite parecía un calco de Claudia, joven, de unos treinta y tantos, y sumamente atractiva. Morena, con mechas rojizas en el pelo, llevaba una camisa blanca y una minifalda beige, con un echarpe granate por encima.
Claudia había elegido un vestido azul oscuro, con los hombros al descubierto, algo corto, pero tremendamente insinuante, sobre todo cuando jugaba con el chal rosa pálido que traía.
Los respectivos ayudantes también parecían fotocopias, pero esta vez entre sí junto con sus mujeres. Eran altos, jóvenes, engominados, salidos de las primeras promociones de las escuelas privadas de Económicas y con siete u ocho másters en su currículum. Sus mujeres, rubias sociales, atractivas, y con cara de niñas pijas, llevaban vestidos de fiesta algo llamativos -cosas de la edad supongo- y demasiado ceñidos para mi gusto.
A las ocho de la tarde fueron entrando en el imponente salón, ocuparon sus sitios y empezó la principesca cena, tras la cual los hombres conversarían para intimar y comentar lo ocurrido desde la última reunión.
A los postres decidí intervenir. <Ordené> a la servidumbre que se quedase fuera hasta que los llamasen y no molestasen bajo ningún concepto. En cuanto a los comensales, poco a poco les fui liberando de inhibiciones haciendo que sus conversaciones fuesen subiendo de tono.
Comencé por Maite. Con un leve aspecto de mareada, decidió acercarse más a su marido y darle un beso de tornillo en la boca de tres minutos ante el aplauso de los asistentes. Sara, sin mirar siquiera a su marido cogió a uno de los niñatos y empezó a meterle mano en plan descarado. Evidentemente, nadie salvo Claudia se daba cuenta de lo que estaba pasando. Claudia no daba crédito a lo que veía, achacándolo sin duda a un exceso de alcohol.
Las niñas pijas no podían permitir que las carrozas les quitasen el protagonismo, así que la primera de ellas se subió sobre la mesa contoneándose y quitándose lentamente el vestido de noche hasta quedar con un sugestivo conjunto de ropa interior negro, actitud en la que fue rápidamente imitada por sus compañeras entre risas. Claudia estaba de piedra, sin entender sobre todo que a nadie le pareciese extraño.
Manuel se bajó rápidamente los pantalones, sacando un pene pequeño, pero extremadamente grueso para su edad, mientras que Maite y su marido se quitaban la ropa entre ellos. El niñato que magreaba Sara estaba en el séptimo cielo y Juan Almonte aplaudía a las niñatas mientras se desnudaba febrilmente. Claudia se levantó con cara de horror y retrocedió hasta donde yo estaba, sentándose en un silla y sin atreverse casi ni a mirar.
En unos minutos estaban todos desnudos o casi. Todas las mujeres estaban chupando ávidamente el pene del hombre que tenían más cerca, sin reparar en quién fuese, excepto Claudia que seguía junto a mí y Sara, que atendía a Juan y a uno de los niñatos alternativamente.
Aquello se empezaba a caldear, así que decidí <influir> un poco más en ellos.
Los tres socios se sentaron en unas sillas uno al lado del otro, completamente desnudos, mientras las tres jóvenes se sentaban sobre ellos, introduciendo a la vez sus penes dentro de ellas. Un coro de suspiros se elevó a la vez.
Empezaron a moverse rápidamente adelante y atrás, como si compitiesen entre ellas acerca de cuál era la mejor. En poco tiempo el sudor empezó a perlar sus espaldas desnudas. En ese momento, los tres niñatos se acercaron a sus mujeres que estaban siendo folladas por sus jefes, separó cada uno las nalgas de la mujer de su amigo y, empalmados como estaban hasta el límite, pusieron sus aparatos a la entrada de su culo.
Por lo visto, ya habían probado la situación, al menos con sus maridos, pues ninguna de las chicas puso cara de sorpresa, aunque en cuanto ellos empujaron, abriéndose paso por entre sus nalgas, gimieron más y más. Era evidente que ser folladas a la vez por dos hombres no lo habían experimentado aún. Mientras, Sara y Maite se besaban furiosamente, acariciándose por todo en cuerpo.
Las tres jóvenes ya no se movían, el ritmo de los hombres que las estaban follando las sobrepasaba, pero estaban sintiéndose llevar a límites insospechados.
No tardaron los socios en correrse, siendo inmediatamente imitados por sus ayudantes entre jadeos y gemidos de todos. Lentamente, se fueron saliendo de sus respectivas parejas, mientras la respiración se les iba serenando, momento en que todos se empezaron a fijar en Sara y Maite que se estaban masturbando mutuamente, y en Claudia, que miraba con ojos ya no sé decir si aterrorizados o esperanzados.
<Ordené> al servicio que entrase, los cuatro camareros fueron hasta la mesa y las dos doncellas a mi lado y al de Claudia.
Claudia lucía como alhajas un collar sencillo de perlas a juego con unos pendientes y la alianza matrimonial. Entre las dos doncellas y yo, le quitamos el vestido dejándola en ropa interior. Llevaba el conjunto que le había visto probar, negro de encaje aunque sin el liguero. Claudia no podía resistirse, pero era consciente de que todo el mundo incluido su marido la estaba mirando, con lo que cruzó pudorosamente sus brazos tapando lo más posible sus senos y el encaje de sus braguitas.
Los camareros retiraron todo lo que estaba encima de la mesa y pusimos a Claudia encima, de pie. Hicieron que se desnudase del todo bailando lentamente, lo que hizo poniéndose roja como un tomate y con una lágrima rebelde pugnando por salir de sus ojos por la vergüenza. Acto seguido le <mandé> que se recostase sobre la mesa para que no se perdiese detalle de lo que iba a pasar a continuación. Solo le quedaban puestas las joyas y los zapatos de tacón.
Maite y Sara no habían estado suficientemente atendidas mientras todos los hombres se dedicaban a las jovencitas, así que los camareros repitieron la escena anterior. Se sentaron en aquellas sillas que parecían butacas mientras ellas se ponían encima a horcajadas metiéndose el pene de un solo golpe. Parecía que lo llevaban deseando mucho tiempo.
Los otros dos camareros se acercaron por detrás y, sin hacer caso a las débiles protestas de Sara que no parecía muy convencida, las agarraron por las caderas mientras empujaban con fuerza para entrar en unos culos que debían ser vírgenes aún, pues Maite tampoco lo había probado.
Era un agujero estrecho, por lo que los esfuerzos de los camareros se redoblaron entre los quejidos de ambas mujeres por el dolor de la desfloración anal. No obstante, con un último empujón lograron entrar del todo ante el chillido de Sara y la cara desencajada de Maite.
Una vez dentro, los gritos fueron dejando paso lentamente a los gemidos, que se fueron acallando también cuando <mandé> a dos de los niñatos que pusiesen sus penes en las bocas de las dos mujeres, que empezaron a mamárselas con bastante más experiencia de la que esperaba.
Solo se oía el 'MMMHHH' ahogado de Sara y Maite. Los cuatro hombres restantes estaban otra vez a punto ante el espectáculo, así que los puse dos al lado de cada mujer, que con sus manos cogieron sus penes masturbándolos con violencia, pues ya estaban fuera de sí. Follar con cinco hombres a la vez para cada una era algo que sobrepasaba sus sueños más delirantes, movían las caderas a un ritmo frenético mientras succionaban de manera experta a sus compañeros y seguían meneándosela a los demás..
Claudia tenía los ojos muy abiertos, mientras se acariciaba con sus manos por todo el cuerpo, operación en la que era ayudada por las dos doncellas a las que yo iba desnudando lentamente.
De repente, estalló un gemido de todo el grupo cuando la mayor parte de sus miembros tuvieron un orgasmo salvaje y simultáneo. Sara y Maite empezaron a chillar y castañetear los dientes cuando en pleno orgasmo se sintieron inundadas por todos sus agujeros y salpicadas con esperma de todo el mundo. Jamás en su vida habían sentido nada igual.
Los cuerpos de las doncellas no eran mi objetivo, así que no les quité su ropa interior. Ya he dicho que me excita bastante y la verdad es que estaban muy bien. Puse a Claudia boca abajo en la mesa y tiré de sus piernas hacia mí, pero sin separarla del todo de la mesa, con lo que quedó de cintura para arriba encima del mantel y el resto apoyado en el suelo formando un ángulo de 90 grados.
Las doncellas le separaron las piernas, y con un rápido empuje se la metí hasta el fondo.
-AAAAY -exclamó Claudia al sentirse penetrada de golpe.
Empecé a moverme cada vez más rápido, con lo cual Claudia empezó también a humedecerse.
- AHHHHHH, no, no... -decía Claudia a cada vaivén, pero eso sí, sin dejar de moverse.
Dos de las jóvenes tenían sujeta a Claudia por los brazos, lo que unido a que las doncellas la sujetaban por las piernas no le permitían casi cambiar de posición, solo acompañar mis envites cada vez con más ganas.
- Basta, basta por favor... No, no.
Inmediatamente, su marido se subió a la mesa. Sentándose delante de Claudia y abriendo las piernas, le puso el pene prácticamente dentro de su boca.
- Traga golfa -decía su marido- A ver si te gusta así, trágatela toda -su marido parecía que le tenía ganas a Claudia.
Claudia parece que ya sabía lo que tenía que hacer, y a fe mía que el breve tiempo pasado desde que aprendió le había servido para mejorar bastante, con lo que se lo metió casi hasta la garganta.
A pesar de ello, se las arreglaba para jadear continuamente, hasta que con un alarido tremendo empezó a tener espasmos por todo el cuerpo y a moverse de tal manera que era difícil sujetarla. Fue el mayor orgasmo de su vida (en realidad uno de los pocos), complementado por una corrida sensacional de su marido en su boca, de la que no dejó escapar ni una gota. Claudia estaba fuera de sí, momento que aproveché para, saliéndome despacio, tocar con la punta del pene el agujero de su culo. Claudia reaccionó moviéndose con fuerza para soltarse.
- Noooo, cabrón, eso no, por ahí noooo -decía tosiendo con parte del semen todavía en la boca.
Pero era inútil, lentamente fui abriendo su culo en pequeños envites. Su culo era estrecho, virgen desde luego, pero a la vez tremendo, redondo y sedoso como no había conocido otro.
- AAHHHHH, me haces daño, AAAYYYY... Para, basta... basta por favor -berreaba Claudia entre lloros e hipidos.
En un instante y con un último esfuerzo le abrí por completo el culo tocando con mis testículos su coño totalmente empapado, lo que parece que la hizo callar momentáneamente y pensar que en realidad estaba disfrutando. Me corrí de golpe, dentro de su culo, mientras sus gritos eran cada vez mayores pero ya no eran de rechazo sino de ansia.
Los camareros y las doncellas lo pusieron todo en orden en un momento. Todo el mundo, incluida Claudia, se vistió y se aseó, y les hice olvidar lo pasado a todos excepto a Claudia, claro está. A ella le hice perder momentáneamente el paso del tiempo, de tal manera que cuando volvió en sí de su ensimismamiento todo parecía normal, la cena proseguía en los postres, todo el mundo mantenía la compostura de antes de la orgía y Claudia se empezó a preguntar si no habría sido un sueño o una obsesión. Evidentemente sus amigos no podían haber realizado aquellos actos tan obscenos que creía haber visto y realizado. No obstante, si era una fantasía, ¿por qué sentía aquel hormigueo en el culo?
continuará...